¡Esta es una revisión vieja del documento!
El reglamento es una norma jurídica de carácter general y de rango inferior a la Ley destinada a regular las actividades de los miembros de una comunidad con el fin de establecer las bases para la convivencia entre los individuos de la misma.
Como norma jurídica, despliega su efecto jurídico pretendido desde que es publicado en el diario oficial que corresponda una vez ha sido dictado por un órgano que tenga atribuida potestad reglamentaria, de la que hace excelso reconocimiento la Constitución.
Los reglamentos no pueden regular materias reservadas a la ley ni infringir normas con dicho rango o superior. Están destinados a desplegar efectos jurídicos por tiempo indefinido de forma que su vigencia perdura hasta que se modifique por otras normas de mayor o igual rango.
De acuerdo con la doctrina mayoritaria, el reglamento constituye una de las fuentes del derecho y, a su vez, constituye una representación de las competencias atribuidas a la Administración.
La quiebra del sistema absolutista, que había gobernado las esferas sociales y políticas desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX, y la aparición de un emergente movimiento revolucionario de corte liberal, constituyeron el caldo de cultivo perfecto para consolidar el fenómeno normativo de la potestad reglamentaria. Con la consolidación del modelo liberal, la concentración de poderes en la figura del monarca tocó a su fin trasladando el poder legislativo al Parlamento, como órgano que encarna la representación de los intereses del pueblo.
Sin embargo, históricamente surgieron dos vertientes del sistema normativo tomando como punto discordante el tratamiento que el modelo liberal adoptaba para con la potestad legislativa. Aparecen entonces dos modelos normativos liberales: el sistema latino y el sistema germánico. Si bien ambos modelos compartían la defensa de la potestad reglamentaria del poder ejecutivo, como forma de asumir la competencia normativa ante la incapacidad del Parlamento de atender a la organización legislativa de la sociedad, discernían en la autoridad que se le atribuía a esta potestad reglamentaria.
Establecía una relación de igualdad entre la potestad legal y la potestad reglamentaria en el escalafón normativo, dividiendo, en función de la materia objeto de regulación, las competencias entre una y otra. No obstante, este modelo fue cambiando con el paso del tiempo y, a finales del siglo XIX, la potestad legislativa había asumido toda competencia normativa, dejando a la potestad reglamentaria en un lugar residual en este ámbito pues exclusivamente se autorizaban las emisiones de reglamentos previa autorización del Parlamento en forma de leyes.
Originalmente optó este sistema por supeditar la producción normativa reglamentaria a la potestad legislativa que ostentaba el reglamento, otorgándoles competencias secundarias en esta materia. De forma inversa a lo que ocurría en el sistema germánico, el sistema latino evolucionó dotando cada vez de mayores competencias al Gobierno, que era el órgano que reunía la potestad reglamentaria, con el objeto de asegurar la ejecución legal de la normativa que previamente se había regulado mediante ley.
A mediados del siglo XX se empieza a consolidar paulatinamente el Estado de Derecho y, con ello, se produce un aumento considerable de la labor normativa como bases de dicha consolidación. Para el caso concreto de España, si bien este fenómeno tardó unos años más que en el resto de Europa en producirse, este incremento normativo viene acompañado, o más bien provocado, por la incipiente corriente de concesión de competencias reglamentarias a multitud de entes y a la consolidación de las Comunidades Autónomas.
Estas especiales circunstancias fomentaron que la potestad reglamentaria, en gran medida, apartara a la figura de la ley pues permitía cumplir con la función de gobierno de una forma más rápida. Así se fomentó la producción de reglamentos, sobre todo desde las Administraciones públicas como representantes de la legitimidad democrática; ya no solo desde la Administración central, sino también desde las Administraciones autonómicas y locales.
Así pues, podemos considerar que la etapa actual es un fiel reflejo del auge del reglamento como elemento jurídico de regulación de las principales materias de gobierno de nuestros días.
El Reglamento constituye una fuente del Derecho que encarna los intereses de la colectividad a la que va dirigido. Así pues se puede observar como siendo la Administración el brazo ejecutor al que se encomienda la producción del reglamento, no es en ella donde se encuentra la soberanía del mismo, pues el reglamento como fuente del derecho que es, representa los intereses de la sociedad encarnados en el Poder legislativo y, más concretamente, en el Parlamento. De esta singular naturaleza del Reglamento se desprende la posición doctrinal que defiende que, si bien es un acto de la Administración, no es un acto administrativo stricto sensu, ya que no cumple con la función ejecutiva de la Administración sino con la potestad normativa que la Constitución le otorga.
El Reglamento se encuentra inmerso dentro de la pirámide normativa del Estado en una categoría jerárquica inferior al nivel de la ley en sentido formal. Debido pues a su rango jerárquico, se desprenden dos consecuencias fundamentales que ayudan a entender su naturaleza jurídica:
Nos referimos a todos aquellos caracteres propios de la norma jurídica que devienen de su propia naturaleza y que sirven para diferenciar a los reglamentos de los actos administrativos. Las características de los reglamentos son: